25 de febrero de 2009

El Accidente

La chica estaba acurrucada en el sofá. Inmóvil. Con la mirada fija en el vacío. Inerte. Una pequeña lámpara permanecía encendida en un rincón, sin embargo, no proyectaba luz suficiente para iluminar la totalidad del salón, pues su intensidad había sido atenuada horas antes. La estancia se encontraba inundada de sombras que se proyectaban aquí y allá, también inmóviles. Ni siquiera el pequeño pastor alemán, acostado en la alfombra, a los pies de su dueña, parecía tener signos de vida.
Fuera el mar rugía. Desde la cristalera que daba al balcón se podían intuir olas monstruosas que arrasaban el espolón. La espuma de mar anegaba el paseo, que resplandecía a la luz de la luna. Los árboles se inclinaban hasta prácticamente tocar el suelo y algún alma desventurada trataba de caminar luchando contra la fuerza de la tromba. Aunque hacía rato que había anochecido, el tendido eléctrico permanecía apagado.
En el interior sólo se escuchaban las gotas de lluvia chocar estrepitosamente contra el cristal, empujadas por el ventarrón. El bramido del océano se fundía con el del viento, sin embargo sonaba bastante amortiguado dentro de la estancia. El silencio imperaba, ajeno a la lucha encarnecida de los elementos que tenía lugar en el exterior.
De repente el timbre de un teléfono. Una vez. El perro levantó la cabeza e irguió las orejas. Dos veces. Ningún movimiento. Tres veces. Se volvió a tumbar. Cuatro veces. El sonido de un mecanismo se activó; una voz:
“¡Hola carabola! Soy la persona a la que tú estás llamando, aunque, ¡ya ves!, no estoy en casa o sí, pero eso tú no lo podrás saber (risas). Deja tu mensaje y si tienes suerte a lo mejor me acuerdo de escucharlo (nuevas risas)... ¡Píííííííííí!”
“Alysa, hija, ¿estás ahí? ¡Por favor, coge el teléfono! Mi niña, estamos todos muy preocupados por ti. ¡Ven a casa! ¡No tienes por qué pasar por esto sola! ¡Mi amor, sólo dime que estás bien!”
Un clic.

En la habitación todo seguía petrificado. A través de la ventana llegaban destellos. Un fuerte estallido hizo vibrar los cristales. Saltó la luz y por un instante la oscuridad engulló el cuarto. Comenzó un llanto ahogado. El cachorrillo se levantó y lamió la mano de la chica.

1 de febrero de 2009

Juno

"Me horrorizan las alturas" confesó con el rostro serio sin ni siquiera mirarme. Y decir aquello no le fue nada fácil, pues ahora sé que Juno es orgullosa y jamás desearía mostrar sus debilidades y, menos a un total desconocido, como lo era yo en aquel momento. Nunca mira directamente a los ojos cuando habla de sí misma y aquella no fue una excepción. Agacha la cabeza y juguetea con lo primero que tiene a mano; el sobre del azucarillo de un café, una servilleta de papel, los cordones de la sudadera, el bajo de su camiseta...algo que la mantenga distraída mientras se explica. Si no lo hiciera así, se le empañarían los ojos y alguna lágrima fugitiva podría escapar de su verde celda y odia llorar. Odia que los demás la vean llorar, de ahí, deduzco, esa especie de maniobra de distracción.
Juno casi siempre sonríe; es risueña por naturaleza y, sin embargo, en aquel instante su gesto estaba contrariado y su mirada era dura y fría como la de la diosa. En su sonrisa reside su principal atractivo, pero no es muy consciente de ello, ni de las muchas miradas que acarrea, incluyendo la mía, debo admitir, desde aquella primera tarde en mi consulta. Fue allí donde acabé siendo confidente de su dramático secreto, aunque, en ese instante, todavía no me lo pareció; "el miedo a las alturas es una patología bastante común -traté de explicar restándole importancia- no es grave y puede superar..." "Soy piloto" me interrumpió. Y entonces comprendí la magnitud de su tragedia.