26 de enero de 2009

Copos de felicidad

Era la primera vez que sonaba el despertador. La habitación aún se encontraba prácticamente a oscuras, salvo por el haz ambarino de una farola que entraba a través de la ventana. Sacó la mano de entre las mantas y de un rápido manotazo lo apagó. ¡Un ratito más, sólo un ratito más! Se hizo un ovillo y se tapó nuevamente la naricilla con la sábana, que en tan breve espacio de tiempo se le había quedado helada. Y es que fuera del refugio de la cama, la temperatura había bajado bastante.


El neceser... siete pares de calcetines... Al final siempre deprisa y corriendo, todo a última hora y en el último momento. Mamá no para con su sermón mientras velozmente trato de concentrarme para hacer la maleta. Pero no puedo; los vaqueros o el pantalón negro de rayas... Mamá, por favor, así no puedo terminar, me pones de los nervios. Claro, si es que lo tenías que haber hecho ayer. Mira que te digo siempre que imagines que todos los días a las 6 de la tarde sale tu tren y tienes que hacer las cosas y dejarlo todo preparado antes de esa hora. Así no perderías el tiempo. ¡Dios, el tren! Un pitido ensordecedor ahogó la voz de Mamá. ¡Ya lo perdí!

Todo su cuerpo se estremeció. El pitido del despertador... ¡otra vez! Tenía que levantarse ya si no quería perder el tren...un momento, ¿qué tren? No, no. Tenía que ir a trabajar. Apartó las sábanas y el ambiente gélido de la habitación le hizo reaccionar. ¡Joder, si hoy es sábado! ¿Por qué no quitaría la alarma anoche? Rápidamente se volvió a tapar. ¡Qué frío! Tiritando se acurrucó para tratar de entrar en calor. Aspiró profundamente el olor de su almohada... ¡qué bien se estaba enroscado bajo el edredón!
Ya no volvió a sonar ninguna alarma. La claridad, poco a poco, fue inundando el cuarto, una claridad gris y mortecina. Aunque esta no supuso ninguna dificultad en el sueño del durmiente, que cuando trató de despegar sus párpados, la farola de la calle hacía rato que ya se había apagado. Sin embargo, giró a un lado y volvió a cerrarlos. ¡Uhm, mmm, qué a gustito! Giró al otro lado y entreabrió los ojos. ¡Vaya día más gris!
De repente, en la lejanía, como si del eco de un disco antiguo se tratara, un murmullo de voces se fueron acercando progresivamente. Le pareció distinguirlas; eran críos... algo de un muñeco... Con un presentimiento se levantó de un salto. Cogió la bata morada, se la echó por los hombros y se calzó las pantuflas. Despacito, arrastrando los pies, se fue acercando a la ventana. Temblaba. No sabría decir si de frío o de una extraña emoción. Apartó el visillo y miró hacia la calle. ¡Nieve! Salió corriendo y se encaramó de nuevo en la cama. ¡Y sábado! ¡Qué felicidad!